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gue en su base en torno de la frente. Tenía la chaqueta de paño negro guarnecida de seda negra; el inmenso pantalón de seda azul que absorbe más de veinte metros de tela, y las grandes botas de cuero de Rusia, flexible y sólido. Lo único rico en su indumentaria era un cinturón de oro y piedras, que podia valer dos o tres mil francos. En sus pliegues iban sujetos una bolsa de cachemira bordada, un cangiar de Damasco en una vaina de plata, una larga pistola montada en oro y rubies y la baqueta correspondiente.

Inmóvil en medio de sus empleados, Hadgi Stavros no movía más que las puntas de los dedos y el extremo de los labios: los labios, para dictar su correspondencia; los dedos, para contar las cuentas de su rosario, uno de esos rosarios de ámbar lechoso que no sirven para seguir oraciones, sino para divertir la ociosidad solemne de los turcos.

Levantó la cabeza al aproximarnos nosotros; adivinó de una ojeada el accidente que nos llevaba allí, y nos dijo con una gravedad que no tenía nada de irónica:

—Sean ustedes bien venidos. Siéntense.

— Señor — gritó la señora Simons—, soy inglesa y...

El interrumpió el discurso haciendo chocar su lengua contra los dientes de la mandíbula superior, dientes verdaderamente soberbios.

—En seguida—dijo—; estoy ocupado.

No entendía más que el griego, y la señora Simons no sabia más que el inglés; pero era tan expresiva