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la fisonomia del rey, que la buena señora comprendió fácilmente sin ayuda de intérprete.

Tomamos asiento en el polvo. Quince o veinte bandidos se sentaron en cuclillas delante de nos otros, y el rey, que no tenia secretos que ocultar, dictó tranquilamente sus cartas de familia y sus cartas de negocios. El jefe de la tropa que nos habia detenido vino a darle un consejo al oido. El respondió con un tono altivo:

—¿Qué importa que el milord comprenda? No hago daño a nadie, y todo el mundo puede escucharme. Vé a sentarte. Tú, Spiro, escribe: es a mi hija.

Se sono las narices muy diestramente con los dedos, y dictó con una voz grave y dulce:

«Mis queridos ojos (mi querida hija): La maestra del colegio me ha escrito que tu salud se ha afirmado, y que ese maldito catarro se ha marchado con los días de invierno. Pero de tu aplicación no parece tan contenta, y se queja de que no estudias nada desde el principio del mes de abril. La señora Mavros dice que te has vuelto distraida, y que te ven con los codos apoyados en el libro, mirando vagamente como si pensases en otra cosa. Nunca te insistiré demasiado en que es preciso trabajar con asiduidad. Sigue los ejemplos de toda mi vida. Si hubiese permanecido ocioso, como tantos otros, no hubiera llegado al rango que ocupo en la sociedad.

Quiero que tú seas digna de mí, y por eso hago tantos sacrificios por tu educación. Tú sabes que nunca te he negado los maestros o los libros que me has pe-