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componía de treinta o cuarenta duros mejicanos, de algunos puñados de zwanzigs austriacos y de una enorme cantidad de vellón. En medio de las monedas aparecian algunos papeles arrugados. Eran billetes de Banco de diez francos.

— ¿No traerás alhajas?—preguntó el Rey.

— No.

¿Es que no había mujeres?

— No he encontrado nada que valiese la pena de ser cogido.

¿Qué es eso que te veo en el dedo?

— Una sortija.

— ¿De oro?

O de cobre: no sé bien.

— ¿De dónde procede?

— La he comprado hace dos meses.

— Si la hubieses comprado, sabrías si es de oro o de cobre. ¡Dámela!

El corfiota obedeció de mala gana. La sortija fué encerrada inmediatamente en un pequeño cofre lleno de alhajas.

—Te perdono—dijo el rey—, considerando tu mala educación. Las gentes de tu país deshonran el robo mezclando con él la granujería. Si no tuviese más que jonios en mi tropa, me vería obligado a poner en los caminos aparatos registradores como en las puertas de la exposición de Londres, para contar los viajeros y recibir el dinero. ¡Venga otro!

El que vino después era un muchachote de cara muy simpática. Sus ojos grandes, salientes, respiraban la rectitud y la bondad espontánea. Sus labios