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entreabiertos dejaban ver, a través de su sonrisa, dos filas de dientes magnificos. Me sedujo a la primera ojeada y pensé para mi que, aunque sin duda se había extraviado entre aquella mala gente, no dejaría un dia u otro de volver al buen camino. Mi aspecto le agradó también, pues me saludó muy atento antes de sentarse ante el rey Hadgi—Stavros.

—¿Qué has hecho, amigo Basilio?

— Llegué ayer tarde con mis seis hombres a Pigadia, la aldea del senador Zimbelis.

— Bien.

— Zimbelis estaba ausente, como siempre; pero sus parientes, sus colonos, estaban todos en sus casas y acostados.

— Bien.

— Entré en el khan; desperté al khangi; le compré veinticinco haces de paja, y como pago, le matė.

— Bien.

— Llevamos la paja al pie de las casas, que son todas de tabla o de mimbre, y prendimos fuego por siete sitios a la vez. Las cerillas eran buenas, el viento venía del Norte: todo ardió.

— Bien.

— Nos retiramos sin ruido hacia los pozos. Toda la aldea se despertó a la vez gritando. Los hombres acudieron con sus cubos de cuero en busca de agua.

Hemos ahogado a cinco que no conociamos; los otros huyeren.

— Bien.

— Volvimos a la aldea. No había nadie más que