Castia; el resto me ha sido dado por los milores. Me habian dicho que diese una batida por los alrededores, y he comenzado por la aldea.
Has hecho mal — respondió el rey —. Las gen tes de Castia son vecinos nuestros. Se les debia haber dejado en paz. ¿Cómo viviremos con seguridad si nos hacemos enemigos a nuestras puertas?
Además, son buenas gentes, que pueden echarnos una mano en caso preciso.
— ¡Oh, no he cogido nada a los carboneros! Han desaparecido en el monte sin darme tiempo a hablarles. Pero el paredro sufría de gota y le he encontrado en su casa.
¿Y qué le has dicho?
— Le he pedido dinero; él ha sostenido que no tenia. Entonces le he encerrado en un saco con su gato; no sé lo que el gato le ha hecho; pero él se ha puesto a gritarme que su tesoro estaba detrás de la casa, bajo una gruesa piedra. Allí es donde he encontrado los ducados.
Has hecho mal. El paredro excitará a toda la aldea contra nosotros.
¡Oh, no! Al abandonarle se me olvidó abrir el saco, y el gato debe de haberle comido los ojos.
— Menos mal. Pero escuchadlo todos bien: no quiero que se inquiete a nuestros vecinos.
Nuestro interrogatorio iba a comenzar. Hadgi.
Stavros, en vez de hacernos comparecer delante de él, se levantó gravemente y vino a sentarse en el suelo a nuestro lado. Esta señal de deferencia nos pareció de buen augurio. La señora Simons se dispu-