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—¡Bueno! ¡Bueno! —añadió vivamente José Marino—. Pero, en resumen, lo que hay es que los yanquis ya tienen la pulga en la oreja y hay que tener mucho cuidado. . .

—¡Pero si todo eso es mentira! —exclamaba Luna—. Ustedes, más que nadie, son testigos de mi lealtad absoluta y de mi devoción incondicional a míster Taik. . .

—¡Naturalmente! —decía José Marino, echando la barriga triunfalmente—. Por eso, precisamente, lo defendí a usted en toda la línea, y míster Taik me dijo: "Bueno, señor Marino: su respuesta, que yo la creo franca, me basta".

—¡Muy bien! ¡Muy bien! —exclamó Mateo Marino.

El subprefecto Luna, emocionado, respondió a José Marino:

—Yo le agradezco muy de veras, mi querido don José. Y ya sabe usted que soy su amigo sincero, decidido a hacer por ustedes todo lo que pueda. Díganme solamente lo que quieren y yo lo haré en el acto. ¡En el acto! ¡Sí! ¡Como ustedes lo oyen!

—¡Muy bien! ¡Pero muy bien! —volvió a decir Mateo Marino—. ¡Y, por eso, señor subprefecto, bebamos esta copa!

—¡Sí, por usted! —brindó José Marino, dirigiéndose a Luna—. ¡Por nuestra grande y noble amistad! ¡Salud!

—¡Por eso! ¡Por "Marino Hermanos"! —decía el subprefecto— ¡Salud! ¡Y por místers Taik y Wiess! ¡Y por la "Mining Society"! ¡Y por los Estados Unidos! ¡Salud!

Varias copas más tomaron los tres hombres. En una de éstas, José Marino le preguntó al subprefecto Luna, siempre aparte y en secreto:

—¿Cuántos indios han caído hoy presos?

—Alrededor de unos cuarenta.