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juro por mi madre que yo no me metí en nada para la muerte de la Rosada. dijo serenamente Ruan¡Bueno, bueno! Dejemos eso ya! ¡Vamos al grano! Yo ca añadió dirigiéndose a Benile decía a usted que los curas y los doctores también son tes enemigos de los indios y los trabajadores. ¿Qué es lo que pasó aquella vez en Coica? ¡Entre el subprefecto, el médico, el juez de primera instancia, el alcalde y el sargento, y el gamonal Iglesias, y los soldados dieron muerte a más de quince pobres indios! ¡El tuerto Ortega fue el más malo y el más cruel! ¿Y el cura Velarde? ¿No estuvo con todos ellos recorriendo el pueblo, revólver en mano, y persiguiendo a ba¿Y el profesor lazos a los indios inocentes?. García?. El apuntador, con la cara encendida por el rencor, se paseaba nerviosamente en el rancho. Leónidas Benites oía a Huanca, cabizbajo y como presa de hondas luchas interiores. Una aguda incertidumbre suscitaban en su espíritu los alegatos del herrero. Benites, en el fondo, tenía fe absoluta en la doctrina, según la cual son los intelectuales los que deben dirigir y gobernar a los indios y a los obreros. Eso lo había aprendido en el colegio y en la Universidad y lo seguía leyendo en libros, revistas y periódicos, nacionales y extranjeros. Sin embargo, Benites acogía esta noche la opinión en contrario de Servando Huanca, con extraña atención, con respeto y hasta con simpatía. ¿Por qué? Verdad es que místers Taik y Weiss le habían arrojado de su puesto de agrimensor y que José Marino rompió también con él la sociedad de cultivo y cría. Verdad es que Benites odiaba ahora, a causa de estos daños, a los patrones yanquis tanto como a los patrones peruanos encarnados estos

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