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de muerte natural. Verdad es que él no vio nada de lo que ocurrió con Graciela en la oscuridad, por haberse quedado profundamente dormido; pero lo sospechaba todo, aunque sólo fuese de modo oscuro y dudoso. Benites, de regreso del entierro, se encerró en su cuarto, arrepentido de la escena del bazar, cosa a la que no estaba acostumbrado y que, en principio, le repugnaba, y se tendió en su cama a meditar. Después, se quedó dormido.

Por la tarde de ese mismo día, se presentaron de pronto en el escritorio del gerente de la "Mining Society", míster Taik, las dos hermanas de la muerta, Teresa y Albina. Venían llorando. Otras dos indias, chicheras también, como las Rosadas, las acompañaban. Albina y Teresa pidieron audiencia al patrón, y, tras de una breve espera, fueron introducidas ante el yanqui, a quien acompañaba a la sazón su compatriota, el subgerente, míster Weiss. Ambos chupaban sus pipas.

— ¿Qué se les ofrece? —preguntó secamente míster Taik.

— Aquí, patrón —dijo Teresa llorando— venimos porque todos dicen en Quivilca que a la Graciela la han matado y que no se ha muerto ella. Nos dicen que es porque la emborracharon en el bazar. Por eso. Y que usted, patroncito, debe hacernos justicia. Cómo ha de ser, pues, que maten así a una pobre mujer y que todo se quede así nomás. . .

El llanto no la dejó continuar.

Míster Taik se apresuró a contestar, enojado:

—¿Pero quién dice eso?

—Todos, señor, todos . . .

—¿Han ido ustedes a quejarse al comisario?

—Sí, patrón. Pero él nos dice que son habladurías y nada más, y que no es cierto.