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EN EL MAR AUSTRÁL

Velacho permanecía indiferente y como sordo á la provocación.

— ¡Vea!... ¡Oiga! —siguió Montoya— Contesta ó lo rajo!

Y uniendo la acción á la palabra, tiró una puñalada á su contricante, que, rápido como el pensamiento, esquivó el golpe, y alzando una piedra que estaba á sus piés la dejó caer sobre la cabeza del borracho, que rodó por tierra.

Todos creimos que era un demayo sin consecuencia, pero pronto nos desengañó la vóz de una de las chinas, que, estando acurrucada cerca de una barrica, habia corrido á auxiliar al caído:

— ¡Está muerto!... ¡La sangre corre hasta aqui!

— ¡Claro que está muerto, —repuso Velacho con la mayor tranquilidad— yá se sabe que yo no pego por juguete!

Y como en ese momento sonaba el pito de un vapor que se acercaba, dijo Kasimerich, como si se tratara de una cosa naturál y refiriéndose al cadaver:

— ¡Saquen eso para allá... para el fondo! Ahí está el Huemúl. ¿O'Neild te irás no más?

— ¿Y sinó?... ¡Arréglame todo!.... Yá sabes: cuatro y venimos de afuera; somos náufragos.

— ¿El indio se queda?

— Sí. Chieshcálan se vá como pasajero con Smith hasta Yandagáia: ya está arreglado!

Kasimerich bajó á la playa, tomó un bote y se dirigió á bordo.

Diéz minutos después y luego de dejarle á Chieshcálan el oro que le correspondía, O'Neild y los suyos subían al vapor y éste seguía su camino de recorrida, mientras Montoya era conducido por las chinas y sus perros á su última morada —un pozo excavado al pié de una colina, no léjos de la casa.