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EN EL SIGLO XXX

—¡Oh, sí! Su espíritu era siempre nuevo». ¡Qué genio!...

Entretanto, el autómata volaba por la avenida de la izquierda. La avenida de la derecha !le encontraba en reparaciones. Pero el desfile de la concurrencia, de los autómatas, de los carruajes, bañados por los torrentes de la luz eléctrica, que parecía hacer de la noche día, se mostraba espléndido, sin igual hasta entonces. Los vehículos rodando por el pavimento de goma elástica, con sus farolas encendida, sin producir el menor ruido, parecían, desde lejos, exhalaciones ó fuegos fátuos arrastrados vertiginosamente. Por encima de aquel mundo en movimiento, se elevaba un colosal muumullo, efecto de las miles de vocee de los paseantes, que se reunían al zurrido de las hojas agitadas en en sus ramajes por las fresquísimas y balsámicas brisas que llegaban del poniente.

Era un espléndido corso. La anchura de la avenida permitía, cómodamente, veinte filas de vehículos. Los que se dirigían á la ciudad, ganaban los costados, el derecho y el izquirdo, y los demás, los que recién iban al «Bosque», elegían el centro de la pública vía. De manera que los paseantes podían perfectamente mirarse, conocerse, saludarse y criticarse, siempre con la sonrisa en los labios y sin la menor intención de lastimarse moralmente, sino con el talento de seguir una conversación entretenida hasta la ciudad ó en el «Bosque».

¿Qué habia de malo ó de impertinente en aquello? Necesario era tener un tema para matar el tiempo, hacer buena compañía ó ganar honradamente plaza de buen cronista social. Así lo mandaba la moda. Era