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EN EL SIGLO XXX.

—Te corresponden dos tarjetas por esta cantidad,—la dijo, poniéndose de pie, para despedirse.

—Mañana pasará el cobrador. ¿A qué hora señora?—la preguntó Virginia.

—Si jamás salgo de casa. A cualquiera, señorita,—le contestó.

Al despedirse, los cumplidos y los ofrecimientos, las protestas de cariño y de amistad se yolvieron á repetir por parte de aquellas dos damas que se lo hablaban todo, sin dejar tiempo á Parelia para contestarlas. Viólas ésta alejarse y subir á Sil autómata, con la sonrisa de la compasión y del sentimiento de la lástima más profundos! Pobres mujeres, enchalecadas por la locura de la moda! Entretanto, ellas, una vez en el autómata, rompieron á reir á carcajadas de Parelia, haciéndola pedazos en lo más íntimo y despreciándola por tonta é insignificante. Pero habían salido con la suya: sacarle dinero para el gran baile. ¡Qué criatura tan superficial, qué antipática!

—¡Y qué prosopopeya de reina!— exclamó Virginia.

—¡Seguramente el amante la está imbecilizando! Pobre marido! —agregó Virginia, riendo hasta reventar sus refajos.

—¡Yo no sé cómo me he podido contener!

—Hija, ni yo tampoco. Eso prueba la educación y la prosapia de las personas. Á esa mujer la mata el romanticismo...!

—De todas maneras, hemos conseguido la que buscábamos.

—¡Qué no es poco! Tener que rebajarnos... ¿y ante quién?

Aquella crítica que demostraba espléndidamente el