dar el grado de doctor, sin preceder las pruebas establecidas, á la persona que, á juicio suyo, sea ilustre y eminente en alguna facultad.
No accedió el rector á la solicitud de los profesores, no porque desconociese «la moral, aplicación y capacidad distinguidas del joven Rawson, las cuales honran á la universidad,» sino porque no estaba en sus atribuciones acordar lo que se le pedía; pero, deseando asociarse, por su parte, á un acto de tan señalada justicia y estímulo, facultó al profesor de anatomía para que, en el acto de terminar el joven Rawson la lectura de su disertación le dirigiese la palabra, «á nombre de la universidad, por el honor que le hace y los bienes que promete á su patria».
La fiesta en que se acordó el diploma de médico al joven Rawson, fué, al decir de los que la presenciaron, tierna y conmovedora; y, por rara coincidencia de la suerte, tocó el honor de hablar á nombre de la facultad, al doctor Claudio M. Cuenca, persona que, según el juicio de los contemporáneos, se hacía notar por una gran austeridad de carácter, por una suma parsimonia en las palabras y por una inflexible rigidez en el elogio.
Grande, pues, debió ser la impresión que la inteligencia del joven discípulo de la escuela de medicina ejerció sobre el espíritu del maestro; excepcionales debieron ser sus méritos; relevante su comportamiento en el aula, para que el doctor Claudio M. Cuenca tomase sobre sí la misión de despedirlo, á nombre de la facultad, en términos elogiosos y exaltados.
El discurso del doctor Cuenca, lleno de frases entusiastas, á veces hiperbólicas, puede parecer, acaso, mirado