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ESPLORACION.

Serian las cuatro i media de la tarde, cuando subimos un cerro en el que, al principio, no distinguimos ni un rastro que seguir, pero desde el cual al fin i ya en la cumbre, vimos el mas angosto i peligroso trayecto, trabajado en la roca a fuerza de pólvora. A la derecha i sobre nuestras cabezas, erizados peñascos que amenazaban aplastarnos; a la izquierda un precipicio, un infierno por donde corre el estero de San José, que, despues de regar los valles del sureste de la villa, va a engrosar el caudal del Maipo. A nuestro frente teniamos el vacio!

Tan profundo es ese precipicio, que no ha mucho cayó en él una mula de un señor Vargas, i aunque recorrieron todo el abismo, solo encontraron uno que otro pequeño pedazo de hueso.

Sí, el vacio; pues, terminada una de las veredas angostísimas,—no tienen dos decímetros,—que ondulan al rededor de esa infernal escarpa i que mas parecen los bordes de una espada o los picos de una sierra, hai que dar un paso en el aire para pasar a la siguiente.

Tan peligroso es ese desfiladero, que nuestro guia, el antiguo mayordomo de la hacienda de San José, conocedor como ninguno de todos esos rincones, echando pié a tierra, nos dijo que imitáramos su ejemplo, si no queriamos que nos sucediera alguna desgracia, pues los caballos se resbalaban a cada instante.

—Tomen los caballos de las riendas i así van mas seguros, nos agregó, que, si ustedes se resbalan, los animales, que son buenos, los pueden sujetar.