110 Margarita Eyherabide
mismo, á parar al fuego si... —el joven pasó un brazo alrededor del cuello de su madre y la dió un beso en la frente.
—... Si tú, madre buena la dijo—no depones tu puesto de remendona y te vas á dormir.
— Pero, hijo querido, tú eres antilógico, y doña Jova vió ya más conforme y condescendiente.
— Madre santa; dejemónos de lógicas y de anti- logías. Vete á la cama ¿quieres?
— ¡Hijo! ¡si son las nueve!
-— En el campo, las nueve son las once.
Doña Jova hizo un mohín reconciliador.
— ¡Oh! es menester obedecerte — dijo — pero eres muy intransigente.
— ¡Qué madre más buena es la mía! ¡Dios te bendiga! exclamó Amir maravillado y feliz. — No soy intransigente, créelo, añadió contentísimo.
— Bésame, pues, remalo; pero lo eres, sábelo sostuvo doña Jova.
— Abrázame, madre, buena, querida...
— El joven dejó la habitación de su madre y cerró con llave la puerta que conducía á su dormitorio particular; metióse luego de prisa en el largo co- rredor, abrió con cautela una puertecilla estrecha y Oscura y se encontró en el jardín. Después siguió por un estrecho sendero, hacia la izquierda, detú- vose bajo la sombra que proyectaba una acacia corpulenta y, ahuecando la voz, gritó dos veces: Panchito, Panchito.
— Como si sólo esperara el aviso de esa voz en medio de la densa oscuridad de la noche, un hombre apareció en las tinieblas y marchó sin vacilar dete- niéndose ante el tronco del árbol.
Una mano se posó en su hombro.