112 Margarita Eyherabide
— Sí — dijo Amir, ahora ya estás enterado. Ade- más, Panchito, he de decirte una cosa: — Tú, acabas de ofenderme, pero yo sé que no lo has hecho por maldad, sino más bien por entretenimiento ó por pasatiempo... Pero te aseguro que me estoy fijan- do en una cosa: veo que en el mundo hay mucha gente mala y egoísta. — Se resisten á dar al prójimo lo que merece de verdad; les cuesta proclamar fran- camente las virtudes y los méritos ajenos. Son egoístas ó más bien, son envidiosos. ¡Qué necios! y conste que no lo digo por mí... Pero aquí veo á nuestras cabalgaduras. Montemos... ¡Pobre Ninón! está medio extenuado. Amir y Panchito, montaron, en efecto y partieron al galope. Al llegar á los pri- meros árboles que denotaban la proximidad del río, Amir puso su caballo al paso. Panchito lo imitó, masenllando entre dientes.
— ¡No se vé un diablo!...
— Pierde cuidado — dijo Amir— ya veremos, ¡Eh! ¡Botero! ¡Botero!
— ¡Aquí! — contestó no sin cierta alegría y no muy lejos del sitio en que se encontraban los dos jóvenes, una voz melosa pero fuerte.
— ¡Ah! buen Camilo — murmuró Amir, atando su cabalgadura al tronco de un sauce. — No has faltado ¡gracias!
— ¿Faltar yo?—contestó Camilo, en chapurreado portugués. Primero me tragaba un remo.
Bien — respondió alegremente Amir. Pancho, hasta de aquí á un momento.
Panchito extendió sobre la arena un grueso pon- cho y se echó allí con ánimo de dormir unas dos horas.—Hasta la vuelta, contestó socarronamente. Amir no paró mientes en su tono zumbón.