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142 Margarita Eyherabide


— Don Andrés hizo una mueca.

— Déjate de eso, Siñasiña—dijo—que esas viejas brujas, para lo que sirven es para robar la plata á medio mundo, con sus mentiras.

— No me importa — dijo Arasi con decisión. — ¿Sabe usted donde vive, pues?

— ¿Y yo qué he de saberlo? ¿Y á mí qué me importan esas brujerías?...

-- Bueno — murmuró Arasi —— pues si usted no sabe donde vive esa mujer, yo iré sola á saberlo y á hablarla. — Pero, mujer, ¡estás loca! dijo el viejo que se permitía todo género de libertades ¡ahora se te antoja entrar en tratos con una bruja!... ¡Bonita cosa! Pues lo que soy yo, no te llevo!

—¡Y «que importa que no me lleve usted! — sostuvo Arasi con dignidad — yo iré sola.

— ¿Sabés una cosa? — murmuró don Andrés, plantándose frente á la joven y mirándola de arriba abajo. Las muchachas de otro tiempo no eran tan mal educadas y respetaban más, las canas y las arru- gas de los viejos, que las de hoy.

Arasi no le hizo caso y echó á andar.

—Pue... pué... pué... comenzó á tartamudear don Andrés. — Le voy á contar á tu padre y á tu madre, gritó... Á tu padre y á tu madre les voy á contar... Pero como viera que Arasi ni siquiera se volvía, tiró la azada, se encasquetó el gorro de lana oscura y, tambaleando y agitando atrozmente los brazos, echó á correr como pudo y como Dios quiso ayudarle. -— Arasi, cabeza hueca ¡espérame!— le gritaba.

— Ave María, don Andrés — dijo la joven dete- niéndose y secando sus lágrimas. Usted dice que las muchachas de hoy no respetan á los ancianos; será