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Amir y Arasi tí


gran pesar un imposible, un algo que ya casi no po- dría poseer: Joven, joven Ramírez ¿por qué no tendré yo, un hijo parecido á usted ?

Aquí me tienen, hecho un vejete de buen humor, pero ¡sin mujer é hijos! Sobre la base de esta ver- dad. que hoy me lastima voy á dar á usted un con- sejo :—Se aproximó al joven y le miró atentamente el rostro. Amigo Amir: —en euanto cumpla vein- ticinco años, cásese usted sin reticencias. — Amir sonrió. — Pero, añadió el señor Garrido — ¿no le parece que mi consejo merece una recompensa?...

— ase usted — se coneretó á decir Amir.

— Pues, chieo, al primer hijo que te dé tu mujer. lo llevaré vo á la pila ¿estamos ?

Amir soltó una carcajada.

—Con toda anticipación. mi futura esposa y vo damos á usted las gracias por el honor de apadrinar á nuestro primogénito — dijo.

— ¡Eso sí me gusta! — exclamó gozoso el buen se- ñor Garrido. ¿Querrás creer, mi hijo, que no tenge ningún ahijado?... ¡Uf! — nunca me llamaron la atención esos muñecos llorones... Y hasta estox por creer que si nunca me quiso mujer alguna. fué porque cometía vo la sandez de proclamar desgar- badamente, mi antipatía, hacia los monigotes. Las mujeres no gustan de los hombres que no saben sen tirse tiernos en presencia de uno de esos seres que tan bien saben ellas amar y acariciar. ¡Las mujeres y los niños!...

Nunca tampoco, fuí muy afecto á las primeras, pero ¡qué diantre! si entre ellas no hubo una sola, capaz de comprenderme.

Muchas veces se dejan, las pobres, engañar por las apariencias y nosotros los hombres, más ciegos aún