212 Margarita Eyherabide
— Tiene razón Panchito, dijo Amir sonriendo. — Pero eso de una nueva guerra, no deja de ser una suposición bastante fortuita... — No crean; el país no resistiría y no serán tan temerarios.
—El señor Melgar movió la cabeza de arriba, abajo, con expresión de duda.
— Tendió la mano á*Amir y luego á Panchito y subió al pescante de su carruaje.
—Usted verá, amigo, usted verá — gritó desde allí, — usted verá.
— Pues veremos, señor Melgar—respondió Amir. — Pero — añadió —lo confieso: — no dudo nada...
— Hizo el señor Melgar un último saludo con la mano, que se hermanaba con cierta seña... castigó con fuerza á los caballejos y el vehículo se alejó rá- pidamente.
Amir hizo subir á Panchito en su caballo, des- pués de vencer no sin trabajo, su resistencia — y echó á andar á pie, á su lado.
De allí. la casa blanca, quedaba á distancia de cineo enadras.
¡Por Cristo !—murmuraba Panchito.—Al mirar todos estos sitios, siento no sé que eosa en el cora- zón. ¡ Creí que no iba á volver á verlos!... ¡ Y habráse visto! —¡qué cosa me ha dado!... y Panchito se secaba las lágrimas que le tornaban á caer acele- radamente por el rostro tostado y ya medio rugoso.
““ El tío de Montevideo ””, como llamaba Amir á su tío Jorge, había tenido la buena idea de causarle una sorpresa, enviándole una linda suma de dinero