Amir y Arasi 39
mano al hombre que descansaba en el sillón, y que le miraba con ansiedad.
— ¡Ya está! — murmuró como si se hubiera li- brado de algún peso. Con voz grave y vibrante añadió: — Vengo á despedirme. Me marcho... ¿Lejos? no sé — ¿á prosperar, á hundirme más aún?... — No sé tampoco. Sólo sé que me marcho. — Nada más que esto sé. Y al decir tales palabras, daba grandes pasos por la estancia.
Don Alvaro se incorporó pausadamente en el sillón.
— Ha llegado el momento presentido — continuó diciendo el recién llegado, en quien reconoceremos al principal socio del saiadero de don Alvaro, se- ñor B...
Don Alvaro fijó una mirada en el rostro de su interlocutor y exclamó. con la voz alterada : —Lo sé.
Fué tan duro el acento con que pronunció estas palabras, que el señor B.... le miró atentamente, con cierto asombro.
La grieta que hacía casi adusta la frente de don Alvaro, se hizo más profunda.
— ¿Y se marcha usted?... preguntó autorita- riamente.
— ¡Claro! ¿Qué quiere usted que hagamos? — contestó el señor B., cuyo carácter parecía avenirse perfectamente al aire autocrático de don Alvaro.
— ¡Bah! —añadió con expresión de pena. — ¡Si hay que maldecir la suerte! — Me marcho á donde la fortuna sea más propicia, donde el trabajo sea más duradero.
En esta región apartada, acabándose los salade- ros, que eran nuestro campo de lucha, ¿qué hacen