40 Margarita Eyherabide dos hombres como nosotros? ¿qué comen nuestros hijos?
Una lágrima se deslizó furtivamente por la meji- Ma de don Alvaro.
El señor B..., aprovechó ese instante de postra- cion.
Juntos siempre -— murmuró estrechando la mano de don Alvaro, —juntos trabajemos de nuevo, allí donde la casualidad nos lleve.
— ¡Imposible! — murmuró don Alvaro, reponién- dose de su involuntario abatimiento. — ¡Imposible! repitió de nuevo con mayor firmeza. Su mirada era profunda y gravísima. Permaneció un momento su- mergido en un mudo silencio. Luego habló: —
Estoy minado por una enfermedad incurable. Mi trabajo, es el sostenimiento de mi familia. No per- cibo rentas. Si aun tuviera fuerzas, intentaría un último golpe, ¡sería una temeridad!
Pero añadió ¿erce usted que aun de otro modo, no se vive bien, aquí? — Tengo una buena fracción de campo. Si la fuera á vender ¡bah! no me daría para un diablo, pero, atendiendo yo mismo mi pro- piedad y dándome perfecta cuenta del estado de mis intereses, esto va largo, créalo usted.
¿No han vivido aquí mis abuelos y mis padres? continuó diciendo don Alvaro y su voz se hacía mas clara. —¿No han formado aquí, una familia, no la han educado y no he salido yo del montón, hecho algo, mis hermanos... en fin: ¡todos!
Amigo B., — y don Alvaro se levantó de su asien- to — váyase adonde su rectitud lo lleve. Mi puesto está aquí.
— Bien, muy bien — exclamó el señor B., que se satisfacía de la llaneza con que don Alvaro abor- daba el asunto.