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riencia, ocupado en frías y graves tareas. Pero, quién sabe si Daireaux no conserva y no conservará por mucho tiempo todavía, la inmarcesible juventud del alma que suele ser dote de los verdaderos artistas.

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Es de los pocos escritores nuestros que, habiéndose inspirado en la observación directa, habiendo vivido lo que escriben, no sólo hacen obra fundamental y duradera, sino que vencen también á las imaginaciones mas arrebatadas, pues éstas suelen pasar desdeñándolo, ante lo peculiar de hoy, que consideran trivial, sin advertir que eso mismo puede ser lo original é interesante de mañana, sobre todo en países que, como el nuestro, se hallan en un período de violenta transición.

Saber mirar, apreciar, aquilatar lo que está diariamente en contacto nuestro, vaticinar sus proyecciones, su valor documental futuro, es ser poeta, es ser artista. La página que ahora se lee quizá con indiferencia, será mañana una piedra preciosa. Lo que hoy parece vulgar porque todo el mundo lo ve, aunque muy pocos sean capaces de describirlo, sintetizarlo, arrancarle su íntimo secreto, dejará de parecerlo en cuanto el fenómeno cese y desaparezca. El viajero ignorante que va á bordo, suele no advertir la marcha del buque. El marino la siente y la ve.

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Fácil hubiera sido á Daireaux calcar, como tantos otros, las literaturas extranjeras, ajustarse á la moda, seguir á tal ó cual escritor francés, imitar á este ó aquel literato español.

No ha caído en error semejante. Sabe bien que la copia ó el pastiche vale siempre mucho menos que el original, y su espíritu no le permite desdeñar lo cosechado por sus propias manos. Edifica con lo nuestro,