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nado y el Manual del Agricultor Argentino —verdaderos libros de texto para nuestros estancieros y agricultores,— y la del artista enamorado del elemento plástico y peculiarísimo que le proporciona nuestro país —suyo también ahora,— y capaz de modelarlo de sintetizar su belleza, de poner en pleno relieve su originalidad.

Por esto, no es un francés que pinta lo que ha visto en tierras extrañas; es un compatriota que, educado lejos del país, ha podido hacer comparaciones y ver mejor sus cualidades, sus defectos, su hermosura y su fealdad, su originalidad en fin.

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Como tiene á su disposición un estilo claro, pintoresco, espiritual; como en sus páginas vaga una sonrisa de crítica benévola; como sus descripciones de la naturaleza son vivas, exactas y sugerentes; como hombres y animales brotan con todo su carácter de su pluma —sus libros criollos lo colocan en primera fila entre los escasos cultivadores del género.

Nunca pinta de chic, al capricho de la imaginación, sino del natural y perfectamente documentado.

En sus Tipos criollos, frondosa colección de ciento cincuenta cuadritos animados y paisajes llenos de luz, de color y de verdad, hay páginas de admirable limpidez en que parecen palparse las cosas, tocarse los hombres, aspirarse el ambiente pampeano.

Y nada de fotografía. Nada de amontonamiento de inútiles detalles, en que todos los planos tienen igual valor. No, sino la síntesis artística, que encanta por su sencillez, y en que lo superfluo se desvanece en las penumbras ó se pierde en la sombra. La inspiración de la facilidad aparente que hace decir á menudo:

—¡Eso yo también lo escribiría!

Y una frescura, un sabor, un entusiasmo entre líneas, que hace creer que el autor es un joven de veinticinco años, no un hombre maduro, desencantado por la expe-