la provincia hallábase en gran peligro, cuando la invasión portuguesa rebasaba las fronteras.
Mientras su marido peleaba en campaña la señora permanecía en la capital y solamente dejó la ciudad cuando fué evacuada por el gobierno patrio en enero de 1817.
Entonces la pareja había tenido un hijo varón — tal vez el unigénito — que nació el 30 de noviembre de 1816; y al cual perdieron siendo muy niño.
Mujer de un militar y de un político, doña Bernardina Fragoso dividió con el general los riesgos de la guerra y las molestias de la vida castrense, corriendo graves peligros, como el de 1818, en que próximo a Canelones, escapó de caer en manos de los portugueses gracias a su presencia de ánimo “y al correr de las mulas de su coche”.
Y por igual partió los honores de dos presidencias y el triunfo resonante y magnífico de Cagancha, la ansiedad de las noticias que se esperan, el golpe sin remedio de Arroyo Grande, las inquietudes de la revolución de abril y las tristezas y las penurias del destierro.
“Fué siempre depositaria, por su cordura y por su amor, de la confianza y sentimientos del esposo”.
Ejerció ella, por su parte, una influencia eficaz y bienhechora sobre el caudillo, y pese a las públicas infidelidades de su marido y a los deslices amatorios que no pudieron escapar a sus desconfianzas de mujer, la esposa perdonó siempre al soldado enamoradizo impenitente, en aras tal vez del mismo sereno amor que le profesó siempre.
Puede ser que esta magnanimidad — bien extraña en temperamento femenino — proviniese de que ella supo comprender hasta que punto las amigas y las comadres del general, y no del marido, eran a manera de obligados nudos cordiales, indispensables para atar esa red de proselitismo simpático y eficaz, que extendida por toda la República, tanto y tanto le valió en su carrera. El general, por otra parte, que siempre amó a su esposa, debía reservar para ella un cariño aparte, a la vez inexplicable y difícil de definir.
En la última etapa de la vida de Rivera, doña Bernardina galvanizó, en Río Grande, las escasas energías restantes y apenas lo vió un poco más recobrado de sus males, vino volando a Montevideo para entenderse ella misma con los hombres del gobierno y preparar el arribo del marido, que desde el exilio tornaba en categoría de Triunviro de la República.
No bien desempeñada en la capital, iba la dama rumbo a Cerro Largo, con el corazón apretado y lleno de lúgubres presentimientos al encuentro de su esposo, que a cortas jornadas debía aproximarse rumbo al Sur, cuando, a 40 leguas de Mansavillagra, halló en el camino el carretón que conducía su cadáver.
Como si hubiera existido un hechizo personal, — exclusivo — que faltó al moribundo soldado en cuanto ella lo dejó solo, Rivera había muerto en la costa del arroyo Con-