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ra y Palomeque llevado a la cárcel junto con algún compañero de redacción. Apenas recuperada la libertad, ausentóse para Buenos Aires. Allí continuó en su campaña opositora, pero mientras la gran mayoría de los emigrados se apresuraba a organizar el movimiento armado que nuestra historia conoce por Revolución Tricolor, Palomeque se abstuvo de secundarlos en ese terreno de la violencia, “rindiendo culto al que debía ser programa de toda su vida”. Vencidas las huestes ciudadanas por el incontrastable poder de los batallones de línea y las fuerzas del caudillaje ignaro de ambos partidos tradicionales, resolvió ir a ejercer su carrera en la localidad de Dolores, provincia de Buenos Aires, donde su amigo Vedia hallábase y vastamente vinculado.

El pequeño paréntesis de esperanza que trajo consigo la fuga del coronel Latorre y la subsiguiente elección presidencial del Dr. Francisco A. Vidal, en 1880, animaron a Palomeque a reintegrarse al país, donde el Tribunal de Justicia le confiaba el Juzgado Letrado Departamental de Colonia. Corta fué esta su primera etapa de magistrado, pues la vehemencia que acostumbraba a poner en todas sus cosas y una quisquillosidad personal incompatible con su cargo, en un ambiente político lleno de rencores y de recelos, no demoraron en indisponer al nuevo juez con la autoridad policial representada entonces por Benigno P. Carámbula, militar de filiación santista, La serie de incidencias, derivadas alguna vez de verdaderas nimiedades, pero exageradas y enconadas sin excepción, pueden estudiarse al detalle en sendos libros que sacaron a luz, el Juez Letrado bajo el título “Historia de una serie de atentados” y el Jete Político titulándolo “El coronel Carámbula y el cuerpo de un gran invento”.

El Tribunal Superior, que no compartía las tesis absolutas de Palomeque, legó a crearle una situación incómoda, y así las cosas, presentó renuncia del juzgado en una larga y explicativa nota, en el mes de noviembre de 1880. Volvió por un tiempo a Dolores y luego vino a vivir a Buenos Aires.

En la expatriación, sus doctrinas y sus sueños evolucionistas no lo abandonaron, y próximo a terminar el período gubernativo de aquel tan justamente combatido gobierno de Santos, escribía en 1886 en un folleto de actualidad, publicado un mes antes de la invasión : “vayamos al país, organicemos el elemento de oposición, evolucionemos dentro de la administración que se inauguró el 1° de marzo, siempre que no se trate de una dinastía, y preparémonos para influir en las elecciones del 87”. Ante los sucesos inminentes, no discutía el derecho a la revolución armada, indispensable como recurso supremo; discutía la oportunidad.

La sucesión de Santos recaída en el Dr. F. A. Vidal, lamentable y conocido personaje, reincidente en reprobables simulaciones políticas, y el fracaso de la tentativa revolu-

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