lidad, hablarse de un ideal. Al contrario: la ima- gen del matrimonio que se recibe en nuestro teatro corresponde al cuadro de los «fabliaux» franceses. Sólo que en nuestras comedias, el ma- rido tiene también algunos atributos del papel de la mujer en aquel género. Nuestra novelística ensaya en ocasiones diseños semejantes. Son me- nos frecuentes, y sólo contadas veces ofrecen las novelas un cuadro ideal del matrimonio, que destaque, en realidad, sobre la agradable aunque primitiva felicidad conyugal de Filemón y Bau- cis. No es posible, por lo tanto, encontrar en nuestra literatura esa exigencia del supremo ideal matrimonial. Se me podrá contestar, con razón, que ese ideal lo llevamos en nosotros mismos, y que en ninguna parte está escrito. ¿Cómo sabe- mos entonces que en la Edad Media no estuvie- ron los hombres en el mismo caso? No se tiene en cuenta, además, que no había ninguna litera- tura que se ocupase de los problemas del matri- monio, sino la teológica. La literatura poética no tenía todavía la moderna penetración psicológica para plantearse tales cuestiones. En la teológica vióse dificultada la estimación de la esencia del matrimonio, sin duda alguna, por el predominio de consideraciones canónicas; pero tan pronto como éstas fueron superadas, advertimos la hue- lla de una elevada concepción del matrimonio y de su carácter sacramental. En los primeros tiem-
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