etcétera. Realizaban, sobre todo, trabajos de ropa blanca, hilados y tejidos, y se dedicaron también a asistir a los enfermos. Practicaban las obras de misericordia cerca de las personas más necesita- das. Su regla fué muy poco rigorosa; disfrutaban de cierta libertad para entrar y salir y hasta les fué permitido casarse. Pagaron sin duda el tributo a su época; a medida que fué perdiéndose el senti- miento religioso, desapareció también el idealis- mo que había contribuído a su florecimiento. No hay que olvidar que se trataba en su mayoría de mujeres incultas, de aspiraciones modestas. Su nombre, al final de la Edad Media, fué empleado con frecuencia en mal sentido. Sebastián Brant describe en su Nave de los locos a las beguinas de Estrasburgo como un pueblo de parásitos que quisiera ver en los infiernos. Poco a poco fueron desapareciendo de Alemania. En Bélgica se han conservado algunas muestras de estos estableci- mientos.
La ciudad medieval, dentro de sus medios, in- tentó — así lo creen los especialistas — resolver los problemas referentes a la vida de la mujer. No consiguió suprimir sus penalidades y sus miserias, cosa que ni el conocimiento ni la vo- luntad pueden lograr. «Si la ciudad medieval libró del hambre siquiera a la mayoría de las mujeres necesitadas, hizo bastante para su tiem- po», piensa Hartwig, que se ha ocupado de la si-
— 157 —
