Página:Finke Mujer Edad Media.djvu/91

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serviles como los laicos, se sometían a los deseos de los reyes. Rara vez se defiende la mujer, y si lo hace, acontece en forma tan vergonzosa como sucedió con Práxedes, la esposa griega repudiada por el emperador Enrique 1V, que entretuvo en las Cortes de Constanza a los enemigos de su marido, que la escuchaban, descubriéndoles los detalles más íntimos, pero también los más bajos de su vida conyugal. La única protección efecti- va, aunque débil, la dispensaba Roma. Este $a- lardón ha de respetarse a la investigación his- tórica. La lamentación de Ingeborga: «¡Roma, Romal!», salió de más de un pecho de mujer, y en Roma han encontrado, por fin, un buen número de reinas y princesas desventuradas, un hogar sin alegría, pero pacífico, y el descanso eterno. No siempre con regocijo de los Papas, ni del fisco pontificio, porque no todas estas damas nobilísi- mas escucharon las enseñanzas del destino y en- noblecieron su vida renunciando a otras preten- siones y rencores. Muchos millones tuvo que gastar Roma y tuvieron que gastar los Papas de Avignon en las princesas destronadas, expulsa- das y divorciadas; las cuales, a veces, en pago, promovieron a sus protectores todo género de di- ficultades, incluso políticas. Recordaré tan sólo la conducta de una princesa que voluntariamente se había destronado a sí misma: la inquieta Cris- tina de Suecia.

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