El canto de las sombras
Con la quietud aquella de las estatuas yertas, de esas que siempre reinan porque viven desiertas; que no saben de dichas, que no saben de penas, porque no tienen sangre, porque no tienen venas.
Con el invierno largo de su lánguido frío, sin entrañas humanas dentro el cadáver mío, hubiera amado el mundo, hubiera sido amada, porque después de todo, ¡todo en la vida es nada!
Pero es tarde, tan tarde como la hora ésta. Mi espíritu se aisla, se enferma la floresta. Lloran quedos los vientos y yo clamo con ellos por las cosas huídas, por los tiempos aquellos...
Dáme, hermana, tu apoyo. ¡Cómo tiemblan las hojas! Es que el otoño pasa... ¿No sientes sus congojas ? Yo también tiemblo mucho, pero nunca he caído, y a pesar de estar muerta ¡cuánto tiempo he vivido!
Oh! que envidia me inspiran al llegar a su ocaso. Yo ni siquiera aquello... El traspié de mi paso este feliz sendero de las cruces, retarda, y aún no sé si la mía, si la mía me aguarda.
Y tú, hermana, que sabes de esta lenta agonía, si mañana despierto, ¿me querrás todavía ? Tengo miedo al mirarte que a mi angustia desmayas, que también tú te enfermes... ¡que también tú te vayas!...
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