Pachka miró a la torre por encima de mi hombro, bostezó y dijo tranquilamente:
—¡Quién sabe!
Este pequeño coloquio con el niño me calmó; pero no por largo rato. Pachka, al notar mi inquietud, fijó nuevamente sus grandes ojos en la lucecita, me miró a mí y exclamó:
—Tengo miedo...
Entonces, sin darme cuenta de mis actos, estreché al niño contra mi pecho y di un latigazo al caballo
—¡Qué tontería!—pensaba interiormente—. Esta aparición me turba porque no me la explico; todo lo incomprensible inspira miedo.
Así trataba de tranquilizarme; pero a pesar de esto no paraba de fustigar al caballo.
Al llegar a la estación, me entretuve una hora en charlar con el jefe de la misma, leí dos o tres periódicos; pero el malestar no me abandonaba. Al regreso, ya no vi la lucecita; pero las casas, los tilos y el monte me parecían animados.
A estas horas todavía no he podido averiguar la procedencia de aquella luz.
La segunda vez que me sentí presa de terror fué igualmente por una causa insignificante... Volvía de una cita amorosa...; era la una de la noche..., hora en que la Naturaleza