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HISTORIA DE UNA ANGUILA

está sumergida en el más profundo y dulce sueño, el sueño que precede a la madrugada. Sin embargo, esta vez la Naturaleza no dormía y la noche no se podía llamar tranquila. Los ruiseñores trinaban; los grillos lanzaban sus estridencias; otros insectos producían ruidos misteriosos. Una ligera niebla se extendía a ras del suelo, y por delante de la luna pasaban, corriendo, una nube tras otra. La Naturaleza no dormía, como temerosa de perder estos momentos encantadores.

Caminaba por una estrecha vereda, al lado del terraplén de la vía férrea. Los rayos de la luna deslizábanse por los rieles cubiertos de rocío. Las sombras de las nubes corrían por el terraplén. A lo lejos brillaba la luz verde del guarda.

—Todo está en orden...—pensé mirándola.

Lo propio que en mi alma. Volvía de una cita, no tenía para qué apresurarme, no tenía sueño, la juventud rebosaba en mí.

Ignoro lo que yo experimentaba; lo que sé decir es que me hallaba bien.

Caminé así cerca de un kilómetro, cuando escuché detrás de mí un ruido semejante al murmullo de un gran arroyo. Se acercaba a cada instante, crecía, aumentaba en intensidad. Me volví; detrás aparecía la silueta negra del bosque que acababa de atravesar. El terraplén torcía a la derecha y trazaba un bonito semicírculo, yendo a perderse en la arboleda. Me detuve asombrado y esperé.