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res, relataros una anécdota que os probará más que todas mis aseveraciones.

En una noche del mes de Julio en que la lluvia corría á torrentes, el doctor Sazie salía á caballo de su casa; daban las dos y cuarto de la mañana; el jinete llevaba por delante un objeto que parecía ocultar cuidadosamente. Una persona tuvo la rara idea de seguirle y la paciencia de llegar con él hasta una de las calles, entonces casi despobladas del barrio de Yungay. Sazie dió algunos golpes á la puerta de una miserable vivienda, y pronto acudieron á abrirle; entró y volvió á salir un instante después.

«Está mejor», dijo al hombre que le había abierto, montó á caballo y regresó á su casa. ¿Sabéis, señores, lo que era aquel objeto que el doctor Sazie defendía de la lluvia ocultándolo debajo de su capa? Era la ropa de su lecho, que llevaba á una pobre parturienta que habia operado aquel mismo dia, á una pobre mujer que tenia frio porque habia perdido mucha sangre y porque el invierno no consulta para enviarnos su nieve la desnudez de los pobres. Yo vengo á denunciar ante la Facultad de Medicina á este jeneroso infractor de las leyes hijiénicas, que dormia sin cubrirse en el invierno cuando habia un infeliz que reclamaba la ropa de su lecho.

Estos hechos, que podria multiplicar fácilmente, elevan la figura del doctor Sazie á una inmensa altura. En efecto, jamás la historia del arte, vió reunidas en uno solo de sus representantes tantas y tan admirables cualidades; jamás la ciencia, la dulzura y la paciencia del gran médico, la habilidad, la audacia y la prudencia del gran cirujano, el desprendimiento y la jenerosidad del filántropo, la nobleza, la lealtad y la modestia de un gran corazón tuvieron una personificación mas digna que el doctor Sazie. Durante treinta años le hemos visto, soldado infatigable del bien, trabajar incesantemente sin tener un solo dia de reposo; durante treinta años le hemos visto á caballo, amonestado siempre por el rico que exijia una preferencia que Sazie daba sólo á la desgracia; durante treinta años le hemos visto, sufriendo con una paciencia santa el frio del invierno y el fuego de la temperatura estival, recorrer las calles de Santiago mientras los transeúntes echaban sobre él una mirada de respeto.

Nada era más difícil que encontrar á Sazie cuando le buscaba un potentado, pero el pobre le hallaba siempre dispuesto á servirles sin remuneración. Un dia, al salir de su casa, un joven se le acerca; «señor», le dice, «mi padre está gravemente enfermo, es preciso que vayais á verle ahora mismo.» «Imposible!,» contesta Sazie, «vuestro padre es rico y puede tener á