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Acta de Benedicto XV

En primer lugar, es necesario que busquemos, Venerables Hermanos, las causas que hacen apartarse del camino correcto. Pues bien, estas causas pueden reducirse a tres: o la predicación se confía a quienes no deberían predicar; o no se cumple este encargo con el debido propósito; o no se hace como es necesario.

De hecho, según la doctrina del Concilio de Trento, el oficio de la predicación pertenece principalmente a los obispos[1]. Ciertamente los apóstoles, a quienes los obispos sucedieron, consideraron que les pertenecía sobre todo a ellos. Así, Pablo: Cristo no me envió a bautizar, sino a predicar el Evangelio[2]. Los demás apóstoles proclamaron: No es correcto que dejemos de lado la palabra de Dios para servir las mesas[3].

Sin embargo, aunque este oficio es propio de los Obispos, ya que están ocupados por muchos otras tareas en el gobierno de sus iglesias, no siempre y en todos los lugares pueden ejercerlo per sí mismos, es necesario que también lo lleven a cabo a través de otros. Por lo tanto, cualquiera que, además de los obispos, ejerza esta oficio, sin duda la hace como un oficio episcopal. —Por lo tanto, esto permanece sobre todo bien establecido: no es lícito que nadie asuma el oficio de predicar por sí mismo, sino que, para ejercerlo, es necesario un mandato legítimo que nadie puede dar sino que el Obispo: ¿Cómo predicarán si no son enviados?[4]. Pues los apostóles fueron enviados, enviados por Aquel que es el Pastor supremo y Obispo de nuestras almas[5]; envió aquellos setenta y dos discípulos; y el mismo Pablo, aunque ya estaba constituido por Cristo vaso elegido para llevar su nombre ante las naciones y los reyes[6], no comenzó su apostolado hasta que los mayores, obedeciendo el mandato del Espíritu Santo: Separadme a Saúl para la obra (del Evangelio)[7], imponiéndole las manos, le enviaron.

  1. Sess. XXIV, De Reforma, c. IV..
  2. 1 Cor., 1, 17.
  3. Act., 6, 2.
  4. 1 Petr., 2, 25.
  5. 1 Petr., 2, 25.
  6. Act., 9, 15.
  7. Act., 13, 2.