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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

En los primeros tiempos de la Iglesia se siguió siempre esta costumbre. Por tanto todos, incluso los más eminentes en el orden sacerdotal, como Orígenes, y aquellos que posteriormente fueron elevados a la dignidad episcopal, como Cirilo de Jerusalén y los otros antiguos Doctores de la Iglesia, todos se dedicaron a la predicación bajo la autoridad de su propio Obispo.

Sin embargo, ahora, Venerables Hermanos, parece que hubiese aparecido una costumbre muy diferente. Entre los oradores sagrados no son pocos aquellos de los que se repete con justicia aquello de los que Dios se queja en Jeremías: No les había enviado a esos profetas, pero ellos corrieron solos[1]. De hecho, es suficiente que alguien, ya sea por inclinación natural o por cualquier otra razón, desee recibir el ministerio de la palabra, para que se le dé facilmente acceso al púlpito, como a una palestra en la que cada uno practique a su arbitrio Por lo tanto, os corresponde a vosotros, Venerables Hermanos, proveer para eliminar tanta perversidad; pues, como sabeis bien que un día deberéis rendir cuentas a Dios y a la Iglesia del alimento que habéis proporcionado a vuestro rebaño, no permitáis que nadie, sin vuestro consentimiento, entre en el redil y allí, según su voluntad, alimente a las ovejas de Cristo. Nadie pues en vuestras diócesis podrá predicar, a menos que haya sido llamado y aprobado por vosotros.

Por lo tanto, deseamos que cuidéis con toda vigilancia a quienes encomendáis un oficio tan santo. El decreto del Concilio Tridentino, de hecho, permite a los obispos solo esto: que elijan hombres idóneos, es decir, que sean capaces de cumplir el deber de predicar de manera saludable. Dice saludablemente -notad bien la palabra que expresa la norma en este asunto- no dice elocuentemente, ni con el aplauso de los oyentes, sino con el fruto para las almas que correponde al ministerio de la palabra divina. —Para definir con más precisión nuestros deseos, decimos que tendrési como idoneos a aquellos en quienes encontréis los signos de la vocación divina. Pues, los requisitos que se requieren para que alguien sea admitido en el sacerdocio: Nadie se apropia de este honor por sí mismo, sino uno que es llamado por Dios[2],

  1. Ierem., 23, 21.
  2. Hebr, 5, 4.