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Acta de Benedicto XV

esto mismo también es necesario para juzgar a alguién hábil y apto para la predicación. Esta vocación no es difícil de reconocer. Cristo, Maestro y Nuestro Señor, cuando estaba a punto de subir al cielo, no les dijo a los Apóstoles que, extendiéndose por todo el mundo, comenzasen inmediatamente a predicar, sino Quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos con la virtud de lo alto[1]. Por lo tanto, esta es la señal de que Dios llama a alguien a este cargo, si esta revestido con la virtud de lo alto. Sea como sea, Venerables Hermanos, podemos entenderlo por el ejemplo de los Apóstoles, ya que recibieron la virtud del cielo. El Espíritu Santo había descendido sobre ellos, - asombra en ellos cómo crecieron al ser tocados por los carismas, fueron crecieron- de hombres rudos y débiles se hicieron doctos y perfectos - de groseros y débiles que eran, de repente se hicieron eruditos y perfectos. Por lo tanto, si un sacerdote recibe la doctrina y la virtud adecuadas - siempre que tenga dones naturales necesario para no tentar a Dios -, debe considerarse que está llamado a la predicación, y no habrá motivo para que el Obispo no pueda admitirlo para este ministerio. Y esto es precisamente lo que pretende el Concilio de Trento cuando establece que el Obispo no permita predicar a nadie que no esté bien probado por la moral y la doctrina [2]. Por lo tanto, es deber del Obispo asegurar, debido a su larga y precisa experiencia, cuánta es la ciencia y la virtud de aquellos a quienes cree que debe confiar el oficio de predicar. Y si actuase en esto de un modo remiso y negligente, faltaría a un deber muy serio, y la culpa del predicador ignorante, y el escándalo y el mal ejemplo que causase, caería sobre él.

Pero para facilitaros, Venerables Hermanos, el cumplimiento de vuestra obligación en este asunto, queremos que, de ahora en adelante, todos aquellos que soliciten la facultad de predicar se somentan a un doble y severo examen, sobre sus costumbres y su ciencia, igual que se hace para los que reciben la facultad de confesar. Y quien en uno u otro campo sea deficiente, sin ninguna consideración, quede excluido como inadecuado para este ministerio. Vuestra dignidad lo exige, porque, como dijimos, los predicadores actuan en vuestro lugar; el bien de la santa Iglesia lo exige, en el cual, pues si alguien debe ser sal de la tierra y luz del mundo[3], principalmente ha de serlo quien está ocupado en el ministerio de la palabra.

  1. Luc., 24, 49.
  2. Loc. cit.
  3. Matth., 5, 13, 14.