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Acta Apostolicae Sedis - Comentario Oficial

Después de considerar cuidadosamente estas cosas, puede parecer superfluo proceder a explicar cuál debería ser el propósito y la forma de la predicación sagrada. De hecho, si la elección de los oradores sagrados se realiza de acuerdo con la regla mencionada anteriormente, ¿cómo podemos dudar de que aquellos que están adornados con las cualidades requeridas no proponen, en la predicación, un fin digno y no siguen una manera digna? Sin embargo, es útil resaltar a estas dos cuestiones, para que todo aparezca mejor porque, a veces, falta ern algunos el ideal del buen predicador.

Lo que se requeriere a los predicadores para cumplir su oficio es entender que pueden y deben decir de sí mismo lo que San Pablo escribió: Somos embajadores de Cristo[1]. Por tanto, si son embajadores de Cristo, en el cumplimiento de su embajada deben desear, en la legación que realizan, lo que Cristo pretendía al encomendársela; esto es, lo que Él mismo se propuso mientras vivió en la tierra. Los Apóstoles, y después de los Apóstoles los predicadores, no son enviados a otra misión que la de Cristo: Como el Padre me envió, yo también os envío[2]. Y sabemos por qué Cristo bajó del cielo, pues declaró abiertamente Yo a esto vine al mundo, para dar testimonio de la verdad[3]. He venido para que tengáis la vida[4].

Por lo tanto, aquellos que ejercen la predicación sagrada deben apuntar a una cosa y a la otra, es decir, a difundir la verdad revelada por Dios y a despertar y alimentar la vida sobrenatural en aquellos que los escuchan; en una palabra, a promover la gloria de Dios, luchando por la salvación de las almas. Pues, tal como sería incorrecto llamar a un médico que no practica la medicina, o un maestro de cualquier arte que no enseñe ese arte, así quien al predicar no procura llevar a los hombres a un conocimiento más completo de Dios y conducirlos a la eterna salvación, se puede considerar un vano declamador, no un predicador evangélico.

  1. 2 Cor., 5, 20.
  2. Ioan., 20, 21
  3. Ibid., 18, 37
  4. Ibid., 10, 10.