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un conventillo, manteniéndose á pan y agua. A los pocos días se le proporcionó una colocacion en el campo como peón para zanjear: no aceptó por lo que había oído de los indios, y apremiándole las circunstancias salió un día del conventillo con un cajón de lustrador de botas, y fue á situarse á una plaza pública: otros compañeros del mismo oficio, más experimentados que él le arrebataban los marchantes. No ganaba nada, pero sin embargo, ahorraba peso sobre peso, aberracion económica que sólo puede explicar un inmigrante de la bella Italia.

Vagaba, luego, por calles y plazas con su cajón pendiente del hombro por medio de una correa, hasta que cansado se sentaba en el borde de la vereda de cualquier esquina. Allí quedaba perplejo con expresion de idiota: el cambio de clima y de hábitos le producía cierta nostalgia, quedaba absorto, pensando en algún modo de ganar mucho dinero.

Tuvo José sus momentos de angustias y zozobras, porque llegó día en que no consiguió un solo marchante. Decidió dejar oficio tan poco lucrativo, pero en varias ocasiones que pudo colocarse tropezó con el obstáculo de no saber el español.

Después de haber ofrecido sus brazos en varias partes fue ocupado por un maestro albañil para servir de peón.

Horas después de estar desempeñando sus nuevas funciones, parecía que toda su vida no había hecho otra cosa que acarrear ladrillo, llenar los baldes de mezcla y cumplir todas las órdenes de los oficiales.

A las once, hora del descanso, se sentaba apartado á comer su gran pan italiano y pensaba febriciente en el dinero, aislándose en su pensamiento para expandirse en monólogos mentales: mucho dinero, dinero