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DE LOS INSECTOS

vían cargados de presas. Así, pues, todos los alrededores eran indiferentemente explotados; pero como los cazadores apenas invertían diez minutos en ir y volver, el radio del terreno explorado no parecía ser de gran extensión, sobre todo si se tiene en cuenta el tiempo necesario para descubrir la presa, atacarla y hacer de ella una masa inerte. Según esto, me puse a recorrer, con toda la atención posible, las tierras circunvecinas esperando sorprender algún Cerceris en la operación de la caza. Una tarde entera consagrada a este ingrato trabajo me convenció de la inutilidad de mis exploraciones y de las pocas probabilidades que tenía de sorprender in fraganti algunos raros cazadores diseminados por todas partes, y ocultos pronto a las miradas por la rapidez de su vuelo, especialmente en un terreno difícil plantado de viñas y olivos. Renuncié a este procedimiento.

¿No podría yo tentar a los Cerceris mediante una víctima encontrada sin fatiga, esto es, llevando yo mismo gorgojos vivos a las cercanías del nido, y, de esta manera, asistir al drama tan deseado? La idea me pareció buena, y al día siguiente por la mañana me puse en camino para procurarme Cleonus ophtalmicus vivos. Viñas, campos de alfalfa, sembrados de trigo, setos, montones de piedras, orillas de los caminos, todo lo visité, todo lo escruté, y al cabo de dos mortales jornadas de minuciosas exploraciones tenía en mi poder, ¿me atreveré a decirlo?, ¡tres gorgojos pelados, manchados de polvo, privados de antenas o de tarsos, inválidos veteranos que quizá no los querrán los Cerceris! Desde el día de aquella febril exploración en que sudé la gota gorda por un gorgojo han transcurrido muchos años, y a pesar de mis exploraciones entomológicas casi