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LA VIDA

diarias, aun ignoro en qué condiciones vive el famoso Cleonus, que suelo encontrarlo vagando por las orillas de los senderos. ¡Potencia admirable del instinto! En los mismos lugares y en un instante, nuestros himenópteros hubieran encontrado a cientos esos insectos que el hombre no sabe encontrar y los hubieran encontrado frescos, lustrosos, recientemente salidos, sin duda, de sus capullos de ninfa.

Pero no importa; ensayemos con mi lamentable caza. Un Cerceris acaba de entrar en su galería con la víctima de costumbre; antes que vuelva a salir para otra expedición coloco un gorgojo a pocas pulgadas del agujero. El insecto va y viene; cuando se separa demasiado, lo vuelvo a su sitio. El Cerceris muestra, por fin, su ancha cara y sale. El corazón me late de emoción. El himenóptero recorre unos instantes los alrededores de su domicilio, ve el gorgojo, lo codea, se vuelve, le pasa varias veces por la espalda y se va volando sin honrar mi caza ni con un mordisco. ¡Mi caza, que tanto trabajo me ha costado! Quedé confundido, aterrado. Nuevos ensayos en otros agujeros; nuevas decepciones. Decididamente, estos delicados cazadores no quieren la caza que les ofrezco. Tal vez la encuentran demasiado vieja, demasiado ajada. Acaso, al cogerla entre los dedos, le comuniqué algún olor que los disgusta. A estos refinados un contacto extraño los disgusta.

¿Seré más afortunado si obligo al Cerceris a usar su dardo para su propia defensa? Encierro un Cerceris y un Cleonus en el mismo frasco, y los irrito con algunas sacudidas. El himenóptero, de naturaleza más fina, se impresiona más que el otro prisionero, gordo y de pesada organización; piensa en la huída y no en el ataque. Se han in-