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LA VIDA

amontonen víctimas que en nada se parecen exteriormente.

Hay en esta elección, que no la haría más juiciosa una sapiencia trascendente, hay tal concurso de dificultades superiormente bien resueltas, que cualquiera se pregunta si no es víctima de alguna ilusión involuntaria, si ideas teóricas preconcebidas no han llegado a obscurecer la realidad de los hechos, o si la pluma no ha descrito maravillas imaginarias. Un resultado científico no queda sólidamente establecido más que cuando la experiencia, repetida de todas las maneras posibles, ha llegado siempre a confirmarlo. Sometamos, pues, a la prueba experimental la operación fisiológica que acaba de enseñarnos el Cerceris tuberculata. Si es posible obtener artificialmente lo que el himenóptero obtiene con su aguijón, esto es, la abolición del movimiento y la prolongada conservación del operado en perfecto estado de frescura; si es posible realizar tal maravilla con los coleópteros que caza el Cerceris, o bien con los que presentan una organización nerviosa semejante, en tanto no es posible conseguirlo con los coleópteros de ganglios distantes, será preciso admitir, por exigente que uno sea en materia de pruebas, que el himenóptero tiene, en las inspiraciones inconscientes de su instinto, recursos de una ciencia sublime. Veamos, pues, lo que dice la experimentación.

La manera de operar es de las más sencillas. Se trata con una aguja, o mejor, por ser más cómodo, con la punta bien acerada de una pluma metálica, de depositar una gotita de algún líquido corrosivo en los centros motores torácicos, picando ligeramente al insecto en la juntura del protórax, detrás del primer par de patas. El líquido que yo