chilena, un unido y de progreso anhelante Chile exista, á éste inclínate, oh Pillán, protégelo y condúcelo paulatinamente á la felicidad. Hazlo feliz, para que sus hijos con raudales de bienes físicos y morales vengan á ser tan felices y contentos y tan estimados del extranjero como hoy día lo son los hijos de Arauco. Haz de Chile un país poblado de gente laboriosa y honesta, de carácter elevado y tranquilo y de buenas costumbres, un país, en que todos están poseidos de un amor inmarcesible hacia su patria y sus dioses. Mas no ayudes aquí á combatir, oh Pillán, gran Dios de los araucanos; desaloja los pechos de los de Arauco, retírate á los volcanes de los Andes, para hacer allí un largo sueño, que dure hasta que el júbilo, causado por la primera victoria, por toda la nueva generación chilena unida ganada sobre un aleve forastero que pretendía avasallarla, resunene desde las rígidas regiones australes hasta los cálidos salobrales en nuestro limite boreal.—Cuando de todo Chile cantado un mismo himno bélico en las murallas chilenas del oriente retumbe, cuando ya no hayan tribus chilenas, pero sí una única tribu chilena, ese día desciende de tu elevada mansión, oh Pillán, y vuelve á entrar triunfante á tus habitaciones primitivas, á los corazones de todos los que en Chile nacieron. Y aunque desconocido de ellos, tú serás siempre protector de este país, te sentirás amado y adorado, cuando ellos estimen á sus compatriotas y amen y adoren a su patria, a su Chile.—Adiós, mi selva predilecta, en donde tantas veces proferir oí mi nombre de amantes labios. Adiós vosotros los sitios todos en que tan frecuentemente he ayudado anudar el dulce lazo del amor. Adiós Lauquén, la encantada ciudad de Chile; por vez postrera se deleita mi vista extasiada al contemplarte. ¡Qué pompa, que ostentoso fausto, cuanta virtud, cuanta bondad y cuanto regocijo—todo—todo súbitamente destruido, sepultado en las simas de las aguas! Oh qué pesar inmenso, qué profundo dolor! Mas así ha de ser, y resignado, con enjutos ojos empero, os digo conmovida mi último adiós. Vivid sin mí grandes y bellos en vuestro lecho acuoso; que todo lo bello, lo bueno y hermoso ha de morir en el instante mismo de su mayor brillo, si quiere no morir jamás, si durante los evos quiere vivir.—Vamos á dormir, Lauquén. Llegó la hora; y durmamos tranquilos, hasta que el amor patrio de un nuevo poderoso, orgulloso y bello Chile, libre de todo tósigo material, y espiritual nos despierte con un dulce ósculo filial, á nosotros, los dioses del sueño, y á tí, mi querida Lauquén, del olvido. (Cae el telón.)
Página:Jorge Klickmann - La ciudad encantada de Chile.pdf/34
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