como la de un niño malcriado que decide que algo no debe ir tan rápido, removía a toda la criatura, incluyendo su vestimenta, y revelaba a cada instante nuevos puntos de vista y nuevos efectos de líneas y de colores.
Samuel se detuvo con respeto, o fingió detenerse con respeto; ya que, con ese diablo de hombre, el gran problema siempre es saber dónde comienza el comediante.
–¡Oh, aquí está, señor! –le dijo ella sin molestarse, aun cuando le habían prevenido unos minutos antes de la visita de Samuel– ¿Tiene algo que preguntarme, no es verdad?
La sublime impudicia de estas palabras fue directo al corazón del pobre Samuel; había charlado como un loro romántico durante ocho horas con Madame de Cosmelly; en cambio aquí, respondió tranquilamente:
–Sí, señora.
Y las lágrimas llenaron sus ojos.
Esto fue un éxito rotundo, la Fanfarlo sonrió.