347 «Contra nosotros viene esa calamidad, el impetuoso Héctor. Ea, aguardémosle á pie firme y cerremos con él.»
349 Dijo; y apuntando á la cabeza de Héctor, blandió y arrojó la ingente lanza, que fué á dar en la cima del yelmo; pero el bronce rechazó al bronce, y la punta no llegó al hermoso cutis por impedírselo el casco de tres dobleces y agujeros á guisa de ojos, regalo de Febo Apolo. Héctor retrocedió un buen trecho, y penetrando por la turba, cayó de rodillas, apoyó la robusta mano en el suelo y obscura noche cubrió sus ojos. Mientras el Tidida atravesaba las primeras filas para recoger la lanza que en el suelo se clavara, Héctor tornó en su sentido, subió de un salto al carro, y dirigiéndolo por en medio de la multitud, evitó la negra muerte. Y el fuerte Diomedes, que lanza en mano le perseguía, exclamó:
362 «¡Otra vez te has librado de la muerte, perro! Muy cerca tuviste la perdición, pero te salvó Febo Apolo, á quien debes de rogar cuando sales al campo antes de oir el estruendo de los dardos. Yo acabaré contigo si más tarde te encuentro y un dios me ayuda. Y ahora perseguiré á los demás que se me pongan al alcance.»
367 Dijo; y empezó á despojar el cadáver del Peónida, famoso por su lanza. Alejandro, esposo de Helena, la de hermosa cabellera, que se apoyaba en una columna del sepulcro del antiguo rey Ilo Dardánida, armó la ballesta y la asestó al hijo de Tideo, pastor de hombres. Y mientras éste quitaba al cadáver del valeroso Agástrofo la labrada coraza, el versátil escudo de debajo de la espalda, y el pesado casco, aquél disparó y el tiro no fué errado: la flecha atravesóle al héroe el empeine del pie derecho y se clavó en tierra. Alejandro salió de su escondite, y con grande y regocijada risa se gloriaba diciendo:
380 «Herido estás; no se perdió el tiro. Ojalá que, acertándote en un ijar, te hubiese quitado la vida. Así los teucros tendrían un respiro en sus males, pues te temen como al león las baladoras cabras.»
384 Sin turbarse le respondió el fuerte Diomedes: «¡Flechero, insolente, únicamente experto en manejar el arco, mirón de doncellas! Si frente á frente midieras conmigo las armas, no te valdría la ballesta ni las abundantes flechas. Ahora te alabas sin motivo, pues sólo me rasguñaste el empeine del pie. Tanto me cuido de la herida como si una mujer ó un insipiente niño me la hubiese causado, que poco duele la flecha de un hombre vil y cobarde. De otra clase es el agudo dardo que yo arrojo: por poco que penetre deja exánime al que lo recibe, y la mujer del muerto desgarra sus mejillas, sus hijos quedan huérfanos, y el cadáver se pudre enrojeciendo con su sangre la