tro asas—cada una entre dos palomas de oro—y dos sustentáculos. Á otro anciano le hubiese sido difícil mover esta copa cuando después de llenarla se ponía en la mesa, pero Néstor la levantaba sin esfuerzo. En ella la mujer, que parecía una diosa, les preparó la bebida: echó vino de Pramnio, raspó queso de cabra con un rallo de bronce, espolvoreó la mezcla con blanca harina y les invitó á beber así que tuvo compuesta la mixtura. Ambos bebieron, y apagada la abrasadora sed, se entregaban al deleite de la conversación cuando Patroclo, varón igual á un dios, apareció en la puerta. Vióle el anciano; y levantándose del vistoso asiento, le asió de la mano, le hizo entrar y le rogó que se sentara; pero Patroclo se excusó diciendo:
648 «No puedo sentarme, anciano alumno de Júpiter; no lograrás convencerme. Respetable y temible es quien me envía á preguntar á cuál guerrero trajiste herido; pero ya lo sé, pues estoy viendo á Macaón, pastor de hombres. Voy á llevar, como mensajero, la noticia á Aquiles. Bien sabes tú, anciano alumno de Júpiter, lo violento que es aquel hombre y cuán pronto culparía hasta á un inocente.»
655 Respondióle Néstor, caballero gerenio: «¿Cómo es que Aquiles se compadece de los aqueos que han recibido heridas? ¡No sabe en qué aflicción está sumido el ejército! Los más fuertes, heridos unos de cerca y otros de lejos, yacen en las naves. Con arma arrojadiza fué herido el poderoso Diomedes Tidida; con la pica, Ulises, famoso por su lanza, y Agamenón; á Eurípilo flecháronle en el muslo, y acabo de sacar del combate á este otro, herido también por una saeta que el arco despidiera. Pero Aquiles, á pesar de su valentía, ni se cura de los dánaos ni se apiada de ellos. ¿Aguarda acaso que las veleras naves sean devoradas por el fuego enemigo en la orilla del mar, sin que los argivos puedan impedirlo, y que unos en pos de otros sucumbamos todos? Ya el vigor de mis ágiles miembros no es el de antes. Ojalá fuese tan joven y mis fuerzas tan robustas como cuando en la contienda surgida entre los eleos y los pilios por el robo de bueyes, maté á Itimoneo, hijo valiente de Hipéroco, que vivía en la Élide, y tomé represalias. Itimoneo defendía sus vacas, pero cayó en tierra entre los primeros, herido por el dardo que le arrojara mi mano, y los demás campesinos huyeron espantados. En aquel campo logramos un espléndido botín: cincuenta vacadas, otras tantas manadas de ovejas, otras tantas piaras de cerdos, otros tantos rebaños copiosos de cabras y ciento cincuenta yeguas bayas, muchas de ellas con sus potros. Aquella misma noche lo llevamos á Pilos, ciu-