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LA ILÍADA

Pero levantaos y mirad, pues yo no lo distingo bien: paréceme que el que viene delante es un varón etolo, el fuerte Diomedes, hijo de Tideo, domador de caballos, que reina sobre los argivos.»

473 Y el veloz Ayax de Oileo increpóle con injuriosas voces: «¡Idomeneo! ¿Por qué charlas antes de lo debido? Las voladoras yeguas vienen corriendo á lo lejos por la llanura espaciosa. Tú no eres el más joven de los argivos, ni tu vista es la mejor; pero siempre hablas mucho y sin substancia. Preciso es que no seas tan gárrulo, estando presentes otros que te son superiores. Esas yeguas que aparecen las primeras, son las de antes, las de Eumelo, y él mismo viene en el carro y tiene las riendas.»

482 El caudillo de los cretenses le respondió enojado: «Ayax, valiente en la injuria, detractor; pues en todo lo restante estás por debajo de los argivos á causa de tu espíritu perverso. Apostemos un trípode ó una caldera y nombremos árbitro á Agamenón Atrida, para que manifieste cuáles son las yeguas que vienen delante y tú lo aprendas perdiendo la apuesta.»

488 Así habló. En seguida el veloz Ayax de Oileo se alzó colérico para contestarle con palabras duras. Y la altercación se hubiera prolongado más, si el propio Aquiles, levantándose, no les hubiese dicho:

492 «¡Ayax é Idomeneo! No alterquéis con palabras duras y pesadas, porque no es decoroso; y vosotros mismos os irritaríais contra el que así lo hiciera. Sentaos en el circo y fijad la vista en los caballos, que pronto vendrán aquí por el anhelo de alcanzar la victoria, y sabréis cuáles corceles argivos son los delanteros y cuáles los rezagados.»

499 Así dijo; el Tidida, que ya se había acercado un buen trecho, aguijaba á los corceles, y constantemente les azotaba la espalda con el látigo, y ellos, levantando en alto los pies, recorrían velozmente el camino y rociaban de tierra al auriga. El carro, guarnecido de oro y estaño, corría arrastrado por los veloces caballos y las llantas casi no dejaban huella en el tenue polvo. ¡Con tal ligereza volaban los corceles! Cuando Diomedes llegó al circo, detuvo el luciente carro; copioso sudor corría de la cerviz y del pecho de los bridones hasta el suelo, y el héroe, saltando á tierra, dejó el látigo colgado del yugo. Entonces no anduvo remiso el esforzado Esténelo, sino que al instante tomó el premio y lo entregó á los magnánimos compañeros; y mientras éstos conducían la cautiva á la tienda y se llevaban el trípode con asas, desunció del carro á los corceles.