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LA ISLA DEL TESORO

alguna fué dura é implacable, esa era sin duda la de Billy.

—Tienes razón, observó Silver, dura, pero pronta. Ahora bien, entendámonos. Yo soy un hombre complaciente, casi un caballero, como Vds. dicen; pero amigos míos, por hoy la cosa es seria. El deber es el deber, y este antes que todo. He aquí cual es mi parecer: matarlos. Cuando yo me haya convertido en un Lord, y ande tirado en carrozas, no quiero que ninguno de estos tinterillos de primera cámara, se me pueda aparecer un día, cuando menos lo espere, como el diablo á la hora del rezo. Pero lo único que digo es esto: aguardemos, y cuando el tiempo oportuno llegue démonos gusto degollando á uno tras otro.

—¡John, exclamó el timonel, eres todo un hombre!

—Ya dirás eso cuando me veas á la obra, Israel, dijo Silver. Para entonces no reclamo más que una cosa, y es que no me quiten á Trelawney. Quiero darme el placer de cortar con mis propias manos esa cabeza de res.

Y como cortando la conversación repentinamente, añadió:

—Oye, Dick, salta y dame una manzana de aquí del barril, para remojarme un poco el gaznate.

Se comprenderá el espantoso terror que sentí al escuchar esto. Hubiera yo saltado y echado á correr, si hubiera tenido la fuerza suficiente para ello, pero no tuve ni piernas ni ánimo y permanecí inmóvil. Oí que Dick comenzaba á levantarse, pero en el instante mismo alguien lo contuvo y se oyó la voz de Hands, decir:

—¡Oh! ¡deja eso! no vas á chupar semejante pantoque, John. Echemos una ronda de lo fino.