dra, miróme y lanzó una especie de silbido muy parecido al zumbar de una peonza. Bien ajeno estaba yo de que aquel enemigo llevaba la muerte consigo y que su silbido no era otra cosa que el famoso cascabel.
Llegué, en seguida, á un espeso grupo de aquellos árboles á manera de robles cuyo nombre, según lo supe después, era el de árbol de la vida, que crecían bajos, entre la arena, como zarzas, con sus brazos curiosamente trenzados y con sus hojas compactas como una pasta artificial. El monte se alargaba hacia abajo desde la cima de una de las lomas arenosas, desplegándose y creciendo en elevación conforme bajaba, hasta llegar á la margen del ancho y juncoso pantano, á través del cual desaguaba, en el fondeadero, el más pequeño de los riachuelos que morían en él. El marjal vaporizaba bajo los ardientes rayos de un sol tropical, y la silueta del “Vigía” palpitaba con las rápidas ondulaciones de la bruma solar.
De repente comenzó á notarse cierto bullicio entre el juncal de la ciénaga: un pato silvestre se levantó gritando; otro le siguió, y muy pronto se vió sobre toda la superficie del marjal una nube verdadera de pájaros revoloteando, gritando y revolviéndose en el aire. Desde luego supuse que alguno de mis compañeros de navegación, debía de andar cerca de los bordes del pantano, y no me engañé, en mi suposición, pues muy pronto llegaron hasta mí los rumores débiles y lejanos de una voz humana que, mientras más escuchaba, más distinta y más próxima llegaba á mis oídos.
Esto me infundió un miedo terrible y ya no pude más que agazaparme bajo la espesura del más cercano grupo de árboles de la vida que se me presentó, y acurru-