carme allí, volviéndome todo oídos, y mudo como una carpa.
Otra nueva voz se dejó oir contestando á la primera y luego ésta, que conocí luego ser la de Silver, se alzó de nuevo y se desató en una verdadera avalancha de palabras que duró por largo tiempo interrumpida apenas de vez en cuando por una que otra frase de la otra voz. Á juzgar por las entonaciones deben haber estado hablando acaloradamente, tal vez con ira, pero ninguna palabra llegó distintamente á mis oídos.
Al fin los interlocutores hicieron, al parecer, una pausa y tal vez, supuse yo, se habrían sentado, porque no sólo sus voces cesaron de aproximarse, sino que los pájaros empezaron ya á aquietarse y la mayor parte de ellos á volver á sus nidos en el pantano.
Comencé entonces á temer que estaba yo faltando á las obligaciones que voluntariamente me había impuesto, por el solo hecho de haber venido á tierra con aquellos perdidos, y á decirme que lo menos que podía hacer era escuchar sus conciliábulos, acercándome á ellos, tanto como me fuese posible, á favor de los espesos zarzales y de los árboles echados por tierra.
Me era fácil fijar la dirección de los dos interlocutores, no sólo por el sonido de sus voces sino también por el cálculo que me permitían hacer los pocos pájaros que todavía revoloteaban alarmados sobre las cabezas de los intrusos.
Marché agazapado, en cuatro pies, y muy callandito, pero muy en derechura hacia ellos, hasta que, por último, alzando un poco la cabeza á la altura de un pequeño claro entre el ramaje, pude ver distintamente, en el borde de