Ni una voz respondió sobre cubierta.
—¡Es á tí, Abraham Gray, á quien hablo!...
El mismo silencio anterior.
—¡Gray!, volvió á decir el Capitán en voz más alta aún, en este mismo momento voy á dejar este buque y como tu Capitán que soy te ordeno que me sigas. Yo sé que tú eres, en el fondo, un buen muchacho y hasta me atrevo á decir que ninguno de los seis que están allí es tan malo como aparenta serlo. Aquí tengo en la mano, mi reloj abierto: te doy treinta segundos de plazo para que te me reunas.
Hubo un silencio nuevo.
—Ven pronto, muchacho mío, continuó el Capitán: no te detengas tanto en vacilaciones. Estoy aquí exponiendo mi vida y la de estos excelentes caballeros cada segundo que pasa.
Oyóse entonces el ruido repentino de una pendencia, el rumor de golpes cambiados, y en unos cuantos segundos apareció Abraham Gray en la porta, con una herida de arma blanca en una de sus mejillas, pero corriendo presuroso á la llamada del Capitán como un perro puede venir al silbido de su amo.
—¡Estoy con Vd. mi Capitán!, dijo aquel leal chico.
Un instante después, con Gray ya á bordo, habíamos empujado de nuevo nuestro barquichuelo en dirección á la playa.
Y cierto es que nos encontrábamos ya fuera de la peligrosa goleta, pero ¡ay! aún no nos veíamos en tierra, dentro del recinto de la estacada.