de su desastre en medio de una tremenda borrachera, á orillas del juncal. El otro, que no era sino un reflejo de luz opaca rompiendo apenas las tinieblas, indicaba la posición del navío al ancla. La bajamar le había hecho describir un semicírculo completo en torno de su amarre, de manera que á la sazón la proa estaba vuelta hacia mí. Las únicas luces encendidas á bordo estaban en la popa y en la cámara, de suerte que el ligero resplandor que yo veía no era más que el reflejo, sobre la niebla, de los fuertes rayos luminosos que se escapaban de la ventanilla de popa.
La marea había bajado hacía ya mucho rato, así es que tuve que ir vadeando por largo trecho en una arena pantanosa en la cual varias veces me sumí hasta la pantorrilla, antes de que pudiera llegar al límite en que el agua seguía su marcha de retroceso. Con alguna fuerza y no escasa destreza vadeé el agua del mar como lo había hecho en la playa y con toda felicidad boté quilla-abajo mi coracle sobre la movediza superficie.