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LA ISLA DEL TESORO

cillo pareció enderezarse de nuevo y llevarme tan suavemente como al principio sobre las crestas de las grandes olas. Era evidente que había que dejarlo ir á su antojo, sin meterme á gobernarlo; pero la cuestión era que, á aquel paso ¿qué esperanza me quedaba de ganar la playa?

Comencé, pues, á sentirme grandemente aterrorizado, pero, no obstante, no perdí del todo la cabeza. Antes que todo, y procurando moverme lo menos posible, vacié gradualmente el agua que se me había colado en el brinco exabrupto de hacía un rato, usando para esta operación mi gorra marina. Una vez hecho esto volví á echar una nueva ojeada sobre la regala de la borda y traté de explicarme por qué razón mi coracle se deslizaba con tanta facilidad á través de las fuertes oleadas.

Advertí entonces que cada ola, en vez de la montaña suave, luciente y enorme que se ve desde tierra ó desde la cubierta de un navío, no era sino como una cadena de montañas de tierra firme, erizada de picos hacia arriba y rodeada de sitios suaves y valles abiertos. Mi botezuelo, abandonado á sí mismo, volteaba de un lado para otro, se devanaba, por decirlo así, serpeando por las partes más bajas del agua, evitando siempre trepar á las cimas ó aventurarse á los declives peligrosos de aquellas líquidas alturas.

—Sea en hora buena, díjeme á mí mismo. Es claro que debo continuar tendido en donde estoy y no perturbar el equilibrio, pero también me parece evidente que, de cuando en cuando, puedo darme trazas, en los parajes más tranquilos, parar dar una ó dos paladas de remo en dirección de tierra.